Sorprendente para
unos, conocido para otros, Adam Smith, el padre de la economía liberal, no fue
por formación economista sino moralista. Prueba de ello es su “Teoría de los
Sentimientos Morales”, primero y último de los sus libros. Se publicó en 1759 y
en 1790, cuando lo revisó y volvió a publicar (“La riqueza de las naciones” se
publicó en 1776). En uno de los pasajes de esta obra Smith nos dice: “Sentir
mucho por los otros y poco por nosotros mismos, contener las afecciones
egoístas e impulsar las benévolas, constituye la perfección de la naturaleza
humana y es lo único que puede producir esa armonía de sentimientos y pasiones
que constituye la gracia de la relación social. Y así como debes querer más a
tu prójimo, debes quererte menos a ti mismo”.
La cita nos deja
perplejos. Esta afirmación ¿no está acaso en diametral contradicción con el
principio de la “mano invisible” planteado por Smith en la más conocida de sus
obras, “La riqueza de las naciones”, y según el cual si todos individuos de una
sociedad actúan egoístamente, buscando sólo su propio interés, terminarán
promoviendo el bienestar de dicha sociedad de un modo mucho más eficiente del
que resultaría si en verdad buscasen hacerlo? Efectivamente pareciera que hay
una insalvable contradicción entre estos dos pensamientos de Smith, como si
hubieran sido escritos por dos hombres totalmente distintos. Pero si analizamos
más a fondo y nos adentramos más en los escritos de Smith nos daremos cuenta de
que no es así.
Como moralista que
es a Smith no le podía dejar de rondar por la cabeza que el egoísmo era algo
moralmente reprobable de por sí y que, por tanto, requería de alguna
justificación. Y no sólo desde el punto de vista económico sino también desde
el ético. Para entender la justificación que da Smith primero hay que tener en
cuenta que su filosofía moral se maneja en dos niveles: el “deber ser” moral y
el actuar real del individuo ético. En su “Teoría de los Sentimientos Morales”
nos dice: “Los hombres juzgan normalmente más por los resultados que por las
intenciones. Por ejemplo, un hombre rico y famoso es admirado y otro, con mucho
más mérito que él, vive olvidado y pobre, pero la Naturaleza quiso que
fuera así porque, siendo los hombres como somos, ¿qué pasaría si nos dejáramos
guiar por las intenciones? ¿Cómo tendríamos un orden social si cada uno
obtuviera la posición en la que se encuentra por sus intenciones y no por sus
resultados?”.
Como vemos Smith
parte distinguiendo las dos dimensiones del acto moral: la intención y el
resultado. Luego, dada la ambigüedad de las intenciones y la falta de
conocimiento que tenemos de ellas, opta por el resultado como elemento
principal del enjuiciamiento moral. La conducta será evaluada ya no en función
de su intencionalidad, buena o mala, sino en función de sus resultados, buenos
o malos. Así un acto motivado por la mejor de las intenciones resulta malo si
sus resultados son malos y, a la inversa, un acto motivado por las intenciones
más perversas resulta bueno si sus resultados son buenos.
De este modo el
egoísmo, malo de por sí, es santificado por sus efectos positivos, por
traernos el “milagro” de la eficiencia económica pues “no es la benevolencia
del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento,
sino el cuidado que tienen ellos de su propio interés” (1). La búsqueda del
interés propio sin considerar a los demás (egoísmo), intrínsecamente vicio
vuélvese en virtud por traer el bienestar general; la no satisfacción propia,
para procurarla a los demás (altruismo), intrínsecamente virtud, vuélvese vicio
por obstaculizar el bienestar general. Y es que, como habría dicho ya
Mandeville en “La fábula de las abejas”, son los vicios privados los que hacen
la prosperidad pública y lo mejor que podemos hacer es dejar de quejarnos pues “sólo
los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude,
lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios” (2).
Con todo ello no
pasaría mucho tiempo para que Bentham escribiera: “La naturaleza ha situado
a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer.
Sólo ellos nos indican lo que debemos hacer y determinan lo que haremos (...) El
principio de utilidad reconoce esta sujeción” (3). Ha nacido la
nueva ética, la ética del utilitarismo. Pero no es que haya abjurado la ética
anterior, sólo ha hallado mecanismo de absolución. No es la ausencia del pecado
sino el pecado santificado.
En la segunda
edición de la “Teoría de los Sentimientos Morales” Smith le dedica duras
crítica a Mandeville y a Bentham por haber elevado a la utilidad a la categoría
de “principio”. Pero era demasiado tarde, la piedra estaba echada. El ser
se confundía con el deber ser, la conducta aparentemente más recurrente
fue tomada como base para la dirección de toda la vida económica, y pasarían
menos de dos siglos para que Lord Keynes dijera que “debemos simular ante
nosotros mismos y ante cada uno que lo bello es sucio y lo sucio es bello,
porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la
precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía. Por que
sólo ellos pueden guiarnos fuera del túnel de la necesidad económica a la claridad
del día” (4). Como se ve, el camino al cielo está pavimentado con
malas intenciones.
Referencias:
1. Adam Smith, “La riqueza de las naciones”, libro
I, capítulo 2.
2. Bernard Mandeville, “La fábula de las abejas”,
Fondo de Cultura Económica, México 1982, p.21.
3. Jeremy Bentham, “Antología”, Ed. Península,
Barcelona, 1991, p.45.
4. Citado por E.F.Schumacher, “Lo pequeño es
hermoso”, Ed. Orbis, Barcelona, 1983, p.24.