sábado, 16 de enero de 2010

ECONOMÍA: La santificación del egoísmo: los presupuestos éticos detrás de la "mano invisible"

Sorprendente para unos, conocido para otros, Adam Smith, el padre de la economía liberal, no fue por formación economista sino moralista. Prueba de ello es su “Teoría de los Sentimientos Morales”, primero y último de los sus libros. Se publicó en 1759 y en 1790, cuando lo revisó y volvió a publicar (“La riqueza de las naciones” se publicó en 1776). En uno de los pasajes de esta obra Smith nos dice: “Sentir mucho por los otros y poco por nosotros mismos, contener las afecciones egoístas e impulsar las benévolas, constituye la perfección de la naturaleza humana y es lo único que puede producir esa armonía de sentimientos y pasiones que constituye la gracia de la relación social. Y así como debes querer más a tu prójimo, debes quererte menos a ti mismo”.

La cita nos deja perplejos. Esta afirmación ¿no está acaso en diametral contradicción con el principio de la “mano invisible” planteado por Smith en la más conocida de sus obras, “La riqueza de las naciones”, y según el cual si todos individuos de una sociedad actúan egoístamente, buscando sólo su propio interés, terminarán promoviendo el bienestar de dicha sociedad de un modo mucho más eficiente del que resultaría si en verdad buscasen hacerlo? Efectivamente pareciera que hay una insalvable contradicción entre estos dos pensamientos de Smith, como si hubieran sido escritos por dos hombres totalmente distintos. Pero si analizamos más a fondo y nos adentramos más en los escritos de Smith nos daremos cuenta de que no es así.

Como moralista que es a Smith no le podía dejar de rondar por la cabeza que el egoísmo era algo moralmente reprobable de por sí y que, por tanto, requería de alguna justificación. Y no sólo desde el punto de vista económico sino también desde el ético. Para entender la justificación que da Smith primero hay que tener en cuenta que su filosofía moral se maneja en dos niveles: el “deber ser” moral y el actuar real del individuo ético. En su “Teoría de los Sentimientos Morales” nos dice: “Los hombres juzgan normalmente más por los resultados que por las intenciones. Por ejemplo, un hombre rico y famoso es admirado y otro, con mucho más mérito que él, vive olvidado y pobre, pero la Naturaleza quiso que fuera así porque, siendo los hombres como somos, ¿qué pasaría si nos dejáramos guiar por las intenciones? ¿Cómo tendríamos un orden social si cada uno obtuviera la posición en la que se encuentra por sus intenciones y no por sus resultados?”.

Como vemos Smith parte distinguiendo las dos dimensiones del acto moral: la intención y el resultado. Luego, dada la ambigüedad de las intenciones y la falta de conocimiento que tenemos de ellas, opta por el resultado como elemento principal del enjuiciamiento moral. La conducta será evaluada ya no en función de su intencionalidad, buena o mala, sino en función de sus resultados, buenos o malos. Así un acto motivado por la mejor de las intenciones resulta malo si sus resultados son malos y, a la inversa, un acto motivado por las intenciones más perversas resulta bueno si sus resultados son buenos.

De este modo el egoísmo, malo de por sí, es santificado por sus efectos positivos, por traernos el “milagro” de la eficiencia económica pues “no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino el cuidado que tienen ellos de su propio interés” (1). La búsqueda del interés propio sin considerar a los demás (egoísmo), intrínsecamente vicio vuélvese en virtud por traer el bienestar general; la no satisfacción propia, para procurarla a los demás (altruismo), intrínsecamente virtud, vuélvese vicio por obstaculizar el bienestar general. Y es que, como habría dicho ya Mandeville en “La fábula de las abejas”, son los vicios privados los que hacen la prosperidad pública y lo mejor que podemos hacer es dejar de quejarnos pues “sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios” (2).

Con todo ello no pasaría mucho tiempo para que Bentham escribiera: “La naturaleza ha situado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer. Sólo ellos nos indican lo que debemos hacer y determinan lo que haremos (...) El principio de utilidad reconoce esta sujeción” (3). Ha nacido la nueva ética, la ética del utilitarismo. Pero no es que haya abjurado la ética anterior, sólo ha hallado mecanismo de absolución. No es la ausencia del pecado sino el pecado santificado.

En la segunda edición de la “Teoría de los Sentimientos Morales” Smith le dedica duras crítica a Mandeville y a Bentham por haber elevado a la utilidad a la categoría de “principio”. Pero era demasiado tarde, la piedra estaba echada. El ser se confundía con el deber ser, la conducta aparentemente más recurrente fue tomada como base para la dirección de toda la vida económica, y pasarían menos de dos siglos para que Lord Keynes dijera que “debemos simular ante nosotros mismos y ante cada uno que lo bello es sucio y lo sucio es bello, porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía. Por que sólo ellos pueden guiarnos fuera del túnel de la necesidad económica a la claridad del día” (4). Como se ve, el camino al cielo está pavimentado con malas intenciones.

Referencias:

1. Adam Smith, “La riqueza de las naciones”, libro I, capítulo 2.
2. Bernard Mandeville, “La fábula de las abejas”, Fondo de Cultura Económica, México 1982, p.21.
3. Jeremy Bentham, “Antología”, Ed. Península, Barcelona, 1991, p.45.
4. Citado por E.F.Schumacher, “Lo pequeño es hermoso”, Ed. Orbis, Barcelona, 1983, p.24.